martes, mayo 12, 2009

El Premio

Una vez me gané un premio al mejor cuento. Estaba en el colegio, tenía unos nueve o diez años y la profesora minúscula y pelipintada casi oxigenada vestida con jean a la cintura, maquillaje multicolor, pañuelo en la cabeza y todos los demás clichés que se pueda poner una profesora de primaria nos avisó del concurso de cuento infantil que se hacía anualmente en el colegio. Mas de un par de veces mientras nos contaba cómo era la cuestión del concurso me miró directamente a los ojos, y era porque yo era su preferido, o eso creía yo por lo menos. La profesora ya me había dicho que tenía la mejor ortografía y la peor caligrafía del salón si es que no era de todo el tercer grado. El único, junto Jorge Chacón, que escribía en letra despegada en tercer año, porque siempre enseñaban a escribir en esos cuadernos de ferrocarril la letra cursiva que era la letra de los doctores, los abogados o los políticos, en fin, la gente importante, útil y culta del país. Y digo que creía ser su favorito por la ortografía, pero tal vez lo que ella sentía era un poco de predilección y un poco de lástima de que un niño con tan buena ortografía escribiera como un payaso, un dueño de carnicería o un lechero que era la gente no importante e inculta del país. Tal vez me veía como el niño de la telenovela que tenía cara de ternero degollado, que su mamá había muerto quemada en la granja donde ellos dos vivían y el había quedado huérfano y viviendo sólo en la capital, robando y comiendo en la calle, pero que todos sabíamos que era un buen niño de un gran corazón y que al final encontraba a su abuela que era de la crema y nata de la alta sociedad, una vieja con mucha plata pero, como su nieto, de gran corazón y el niño terminaba siendo amado y querido entre millones de pesos y vivía feliz por siempre. Y la profesora Janeth tal vez estaba esperando a que yo, siendo el niño huérfano de caligrafía, pudiera, de todas maneras, ser feliz por siempre, triunfar.

¿Cómo podía yo desaprovechar esa ocasión? Tenía que fajarme con un cuento perfecto, prolijo, creativo, imaginativo, vivaz, como los que leía yo del pequeño Nicolás o del hombre que tenía la nariz más grande del mundo o del hombre que calculaba o de la ratoncita niña. Pero el cuento no se podía entregar impreso en el WordPerfect de mi IBM con windows 3.1, porque no todos los niños tenían computadores y porque querían que el cuento trayera también ilustraciones hechas por los mismos autores de las pequeñas obras literarias. Así que lo teníamos que entregar a mano, en un formato creativo, y con nuestros propios dibujos.

Aún así gané el Premio. Lo escribí en letra cursiva como los políticos. Busqué un libro que mi mamá me había regalado en Madrid en una tienda donde yo daba los nombres de mi familia y mis amigos, y me entregaban el libro con esos nombres como protagonistas, lo leí de nuevo, y para no quedar muy atrás de los políticos de mi país, lo copié letra por letra. Y para hacerle aún más honor a la gente que escribía letra cursiva, calqué los dibujos que venían en el librito de trece por trece centímetros, con tapa dura color aguamarina y que se titulaba "El planeta de los Dinosaurios". Le puse mi nombre al final y lo entregué, creyendo que haría feliz a mi profesora y hasta ahí llegaría la historia.

Una semana después se reunió todo el colegio San Pedro (primaria no más porque los grandes de bachillerato estaban en otra sede) para la izada de bandera de todos los lunes. Ya casi al final de toda la parafernalia el director/a que ni me acuerdo quien era nos dijo que habían elegido el mejor cuento de todo el colegio para que participara en nombre de éste en el concurso de toda la ciudad y de ahí a nivel nacional. El ganador obviamente fue Jorge Iván Jiménez Almanza del curso tercero A.

Duré con vacío en el estómago durante las siguientes dos semanas, esperando lo peor, terminando en la cárcel para niños, desprestigiando el nombre de mi familia y del colegio, hundido en el desprecio y en la humillación de todos cuando se dieran cuenta de que el niño de la letra despegada había robado el cuento de un libro que le había regalado su mamá y mi mamá no podría verme a la cara y mi papá me desheredaría y todos se burlarían de mi. Pero no. Lo que no les saqué en caligrafía a los políticos, se los saqué en suerte, y tengo el diploma del premio al mejor cuento colgado en mi pared:


a Jorge Iván Jiménez Almanza por el cuento "El planeta de los Dinosaurios"

jueves, abril 02, 2009

Curso de Programación Neuro-Lingüística

-Centro de Humanidades?
-Buenas señorita, llamo porque me dieron un volante sobre un curso de programación neuro-lingüistica.
- Ah, si claro. Pero ese curso empieza hasta el próximo año.
- Bueno, pero me gustaría saber algo más sobre el curso.
- Si, claro, señor. Me podría dar su nombre?
- Jorge Jimenez
- Señor Javier, ya vio nuestra pagina en internet?
- Es Jorge.
- Si, señor Jorge. Ya vio nuestra página en internet?
- No, señorita.
- En el volante sale la dirección?
- Si, si, acá sale.
- Bien señor Javier, si entra...
- Es Jorge
- Discúlpeme, señor Jorge, si entra a la página en internet, está toda la información que necesita. Si desea saber sobre precios, puede venir al centro y acá le damos esa información. En el volante está la dirección?
- Si, acá está. Entonces sólo hasta el próximo año?
- Si señor... ... Hasta el próximo año
- Ok, gracias.

lunes, febrero 23, 2009




Otra Imagen de Alberto Montt!
Mas viñetas e información en http://www.dosisdiarias.com

lunes, febrero 16, 2009

El Bus (2)

El día en que Lilia iba a conocer el bus, su papá le compró zapatos de charol. Lilia nunca había tenido zapatos de charol en sus once años de vida, y aunque eran brillantes y bonitos, eran incómodos. Su dedo meñique quedaba apretado al resto de los dedos, asfixiado en el pequeño rincón que su prisión de charol avaramente le había otorgado.

Se puso los zapatos un minuto antes de salir de su casa, cuando ya todos estaban en la puerta y usaban el traje para ir a misa, aunque ese día fuera sábado. No había una sola persona que no estuviera yendo ese día y a esa hora a la plaza central. Era el día de la inauguración del transporte público motorizado en San Antonio, orgullo del departamento y la nación, símbolo de crecimiento, prosperidad y empuje tolimense.

El alcalde y su señora saludaban a la alta alcurnia del pueblo, los grandes hacendados con sus señoras e hijos que hablaban de sus apellidos españoles como si realmente fuera un orgullo tenerlos y reían con burlas y chistes políticos que llegaban de la fría capital. El resto del pueblo se preguntaba lo mismo que Lilia unos días antes. Se preguntaba cómo sería un bus. Se lo imaginó tantas veces, con alas y cañones y plumas y pelo, con hocico y con cola, de color verde, rojo o azul, bizco y hasta ciego. Pero siempre grande. Muy grande.

El hijo del profesor ofreció un pequeño discurso digno del secretario de transporte del municipio e hizo tocar las campanas de la iglesia, se dirigió él mismo a la estación de policía y abrió las puertas del garaje. Desapareció en el fondo y después de un gran estruendo y una humareda, de la oscuridad del garaje apareció una gran caja de lata blanca y roja, con una gran trompa de donde salía un sonido como el de un elefante, pero mucho mas ruidoso e intenso. La gente no habló durante un momento. Todos miraban absortos la lata, esperando algo más. Lilia de repente, dejó de pensar en sus dedos meñiques y tan sólo comparaba en su cabeza todas sus imágenes del bus, con la que tenía al frente, y no estaba decepcionada. De una diminuta ventana al lado de la trompa apareció el secretario y chofer, con su gorra de conductor oficial saludando a la multitud. Todos gritaron y se abrazaron emocionados, la papayera tocó las mejores canciones de la región, mientras todos subían al bus, pagando 30 centavos de peso para poder disfrutar de la gran atracción.

El bus tuvo que hacer mas de 15 vueltas alrededor de la plaza para subir y dejar pasajeros, deseosos de entrar a la gran lata blanca y roja. Lilia subió cuando ya los mas grandes habían dejado espacio para que las mujeres y los niños tuvieran su oportunidad. Saltaba de un lado a otro mirando hacia fuera y saludando a los que estaban en la calle. Después de tres minutos, el bus llegó a su lugar de partida y todos bajaron para darle la oportunidad a los otros cincuenta y dos paisanos.

El alcalde dio por iniciada la fiesta y las botellas de aguardiente y chicha se destaparon con el ritmo de la cumbia, el joropo y la guabina.

Ya para las ocho de la noche, en el bus sólo quedaban unos pocos ebrios gastando sus últimos centavos en otra vuelta a la plaza. La papayera ya había dejado de tocar y Lilia estaba en casa, descalza y con ampollas en los dedos meñiques, contándole a su mamá por octava vez cómo ellas dos habían hecho la fila y habían subido y ella le había dado al señor chofer sesenta centavos, y le había dicho “va exacto, señor chofer”, y su mamá, conciente de que ella también había estado ahí, la oía por octava vez con una sonrisa en la cara y con gestos de sorpresa y alegría.